Autora: Ana Palacios
Dámaris no
sabe que es puro azar haber nacido allá y no acá o incluso que, en ocasiones,
es aleatorio nacer enfermo o sano. Quizás, algún día se lo expliquen en forma
de cuento u oración para que nunca suene a injusticia o a asunto de mal karma o
fuerzas paradigmáticas del universo este que tenemos aquí, arriba y abajo. Sea
como sea, ella aún no piensa en injusticias o en mala suerte. Intuye, porque
poco a poco se va dando cuenta, que ella es diferente de la mayoría de personas
que la rodean. Cree saber que hay algo que la distingue del resto, algo que la
hace sobresalir de lo común, de lo normal. Dámaris piensa que hay un motivo que
la hace especial, sino no tendría sentido que la atendieran todos tan bien.
Con sólo
seis años se enfrenta a la oscuridad de una manera extraordinariamente
valiente. Lo normal en los niños de esa edad, y yo me incluyo en ese lote, es
suplicar una luz encendida para evitar que cualquier ser de debajo de la cama,
o cualquier coco agazapado en el armario salga a por ti justo cuando tu padre
se dé la vuelta. Por lo general, la oscuridad nos asusta y debe ser algo inherente al ser humano.
Relacionamos oscuridad con miedo, o imploramos oscuridad cuando algo nos
avergüenza (y ahora, ya no hablo de niños de seis años). Por el contrario, disfrutamos
de la luz del día, de las luces del día mejor dicho, porque cada hora, cada
momento tiene su encanto, tiene su cielo particular, sus colores según la hora
que marque el reloj. A la luz, disfrutamos leyendo buenos libros, viendo fotos
del pasado o miramos embobados una cara conocida que nos alegra el día más
triste. Todo esto, que es un ínfimo resumen de lo que podemos hacer con la luz
prendida, es cotidiano y como siempre, confundimos cotidiano con trivial. Y sin
querer casi, nos volvemos ingratos con nuestro propio mundo, nuestro entorno o
incluso con uno mismo.
Y el
problema sería, tal vez, no caer en la cuenta de esta ingratitud que contamina
todos los órganos del cuerpo como un cáncer incurable; empezando por el cerebro
y terminando de forma letal, con el corazón. Y el problema sería doble, tal
vez, si no tuviéramos ejemplos o patrones que imitar. Afortunadamente sí los
tenemos. Héroes y heroínas, que nos recuerdan que tenemos que dar gracias por
todo lo que nos rodea y que sucumbir a pequeños o grandes fracasos solo lleva a
fracasar aún más. Nos enseñan a ser fuertes, desde el ejemplo de sus vidas
mismas. Yo tengo mi superheroína particular y no tiene capa y no vuela, pero
con mirarla cinco minutos te regala la fuerza suficiente para querer cambiar
todo lo injusto de este mundo.
A estas
alturas queda claro que hablo de Dámaris, una niña peruana que con sus seis años
ya ha ganado más batallas de las que yo misma, después de veinticinco, no he
visto ni a lo lejos. Batalla a batalla, va ganando su guerra, sin trincheras
para esconderse o descansar. Por eso es mi heroína. Treinta kilogramos de
huesos, músculos (aunque no muchos), piel y ánimos infinitos. En su casa la
acompaña su familia, que vive por y para ella. Sin descanso. En su colegio, el
San José Obrero de Sullana, se rodea de grandes maestros y maestras que con
paciencia y cariño incansables, consiguen que poco a poco sea capaz de
pronunciar palabras, de punzar con fuerza o de andar algunos pasitos sola.
También están sus amigas que la acompañan en el patio a la hora del recreo, que
le ayudan a abrir su bote de jugo y su paquete de chifles. Y que no se separan
de ella ni le sueltan la mano si el juego del día es correr y correr.
Esto es así
porque Dámaris, entre otras dificultades relacionadas con el habla y los
músculos de los brazos y manos, es invidente de nacimiento. Y sin embargo, nada
de esto es una traba para que sea mi ejemplo y mi patrón. Ella es la luz o el
norte que de vez en cuando necesito recordar, para saber agradecer todo lo que
soy y todo lo que tengo. Es la viva imagen de la superación.
Dámaris
intuye que es distinta del resto, lo que aún no sabe es que lo que le hace
sobresalir, es su fuerza incansable.